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El valor de las encuestas, entre la percepción y la manipulación

En tiempos donde la manipulación de la opinión pública se ha vuelto sofisticada, la mejor defensa del votante es una información crítica y veraz…

Morelia, Michoacán, 14 de mayo de 2025.– Las encuestas de popularidad en política se han convertido en una herramienta común y aparentemente indispensable en la vida democrática moderna. Antes de cada elección importante, y durante el ejercicio del poder, medios de comunicación, partidos políticos y gobiernos miran con atención los resultados de estas mediciones. Pero ¿qué tan confiables son realmente? ¿Deberían influir en nuestro voto? Para responder, es necesario revisar su origen, sus razones de existencia pero sobre todo sus puntos débiles.

Las encuestas de opinión tienen un origen relativamente reciente. Aunque existen antecedentes rudimentarios en la antigua Grecia y Roma, donde se practicaban formas de consulta pública o votaciones por aclamación, no fue sino hasta el siglo XIX cuando se desarrollaron las primeras encuestas en sentido moderno. En 1824, en Estados Unidos, un periódico local, el Harrisburg Pennsylvanian, organizó lo que se considera la primera encuesta de opinión política, para pronosticar la victoria de Andrew Jackson sobre John Quincy Adams.

Ya en el siglo XX, con el desarrollo de las técnicas estadísticas y la teoría de muestreo, las encuestas adquirieron mayor precisión. George Gallup perfeccionó métodos de muestreo representativo en la década de 1930 y, tras predecir con éxito el resultado electoral de 1936 en EE. UU., su modelo se popularizó. Desde entonces, las encuestas se multiplicaron y se convirtieron en parte central de las campañas políticas.

Las encuestas tienen múltiples objetivos. En primer lugar, buscan medir la percepción que tiene la ciudadanía respecto a candidatos, partidos o temas específicos. En teoría, son una herramienta para conocer el «estado de ánimo» de la sociedad, cuando menos en un “corte transversal”. Sin embargo, en la práctica, muchas encuestas no son herramientas de consulta, sino de propaganda. Se diseñan o se publican no para informar, sino para influir en el comportamiento del electorado. De ahí que sea necesario evaluar su confiabilidad.

Hay razones sólidas para mirar con escepticismo muchas encuestas de popularidad política. La primera es la falta de transparencia: no siempre se conocen quién las encarga, con qué propósito ni cómo se recabaron los datos. Una encuesta hecha sin muestreo probabilístico, por ejemplo, carece de validez científica. Lo mismo ocurre con las encuestas telefónicas automatizadas sin control de identidad o de representatividad geográfica y demográfica.

En segundo lugar, hay sesgos metodológicos. Un error común es el llamado «sesgo de cobertura» que ocurre cuando ciertos grupos poblacionales no tienen posibilidad de ser incluidos (por ejemplo, personas sin acceso a internet en encuestas digitales). También existe el «efecto deseabilidad social», por el cual los encuestados tienden a dar la respuesta que consideran más aceptable o esperada, y no necesariamente lo que piensan.

Otro problema serio es la manipulación de datos o interpretación forzada de los resultados. La redacción de las preguntas puede inducir una respuesta deseada. También es común que, entre muchas encuestas, solo se difundan las que benefician a determinado candidato o partido, ocultando las desfavorables.

Entre los principales argumentos para desconfiar de las encuestas de popularidad destacan:

-Falta de transparencia en la metodología: Si no se detalla cómo se seleccionó la muestra, tamaño, margen de error y redacción de las preguntas, la encuesta pierde credibilidad.

-Sesgo del patrocinador: Encuestas financiadas por partidos, gobiernos o empresas con intereses específicos tienden a favorecer ciertas narrativas.

-Divulgación parcial: Se difunden resultados que favorecen a un candidato y se ocultan los que lo perjudican.

-Errores estadísticos no corregidos: Falta de ajustes por no respuesta, por sobrerrepresentación de ciertos segmentos o uso inadecuado del margen de error.

-Influencia del contexto: Una encuesta puede verse afectada por eventos recientes, estados emocionales colectivos o campañas de desinformación.

Ante todo esto cabe preguntarse ¿Debe una encuesta guiar el sentido del voto? Definitivamente no. Las encuestas son un termómetro, no una brújula. Nos muestran tendencias, pero no determinan el valor ni la calidad de una opción política. Votar por quien «va ganando», bajo la lógica del “voto útil” puede reforzar dinámicas indeseables como el oportunismo y el clientelismo.

Conclusión: Las encuestas de popularidad no deben ser descartadas, pero sí evaluadas con ojo crítico. Son instrumentos útiles cuando están bien hechas y se presentan con honestidad, esto descarta a las llamadas “encuestas patito”. Las encuestas no reemplazan el juicio político individual.

En tiempos donde la manipulación de la opinión pública se ha vuelto sofisticada, la mejor defensa del votante es una información crítica y veraz, la memoria histórica y la convicción democrática. Las encuestas no votan.

Alejandro Vázquez Cárdenas

Crimen organizado e inseguridad

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