Las becas al plato; los estudiantes ausentes
Las becas escolares que deberían abrir las puertas del conocimiento se están convirtiendo, tristemente, en un salvavidas para solventar las necesidades alimenticias

Morelia, Michoacán, 25 de agosto de 2025.- En México, ser estudiante en condición de pobreza significa que hasta el derecho a aprender depende de la comida que falte en casa. Las becas escolares que deberían abrir las puertas del conocimiento se están convirtiendo, tristemente, en un salvavidas para solventar las necesidades alimenticias. Y no podemos culpar a ninguno de los paterfamilias: ¿quién puede pensar en cuadernos y lápices cuando en la mesa no hay qué comer?
Los apoyos económicos del gobierno federal, en teoría diseñados para garantizar una educación con dignidad, se redireccionan para paliar la pobreza alimentaria. Así lo ha documentado el propio Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval): la mayor parte de ese recurso termina usándose para comprar alimentos. La pobreza dicta prioridades, y la primera es sobrevivir.
Padres y madres de familia lo dicen con claridad: el apoyo se va en cuotas, uniformes, materiales escolares… pero también en llenar la alacena. El monto es insuficiente, la promesa de movilidad social queda corta y la educación —ese supuesto pasaporte al futuro— sigue siendo un privilegio que muchos no alcanzan.
El caso es alarmante: incluso en municipios con los niveles de marginación más altos, las becas no logran focalizarse en los hogares más pobres. El resultado es un programa que presume cobertura, pero que no transforma la raíz de la desigualdad. Y así, el círculo vicioso se perpetúa: hambre, rezago y abandono escolar.
A pesar del despliegue mediático de una política social que ha generado mucho ruido y pocas nueces, la realidad golpea con fuerza: los estudiantes siguen con carencias y necesidades irresueltas. Como demuestra el estudio, a decir de los padres de familia, el dinero empleado para paliar el hambre y la pobreza extrema termina descobijando las finalidades originales para las cuales fueron creados los programas de becas. En lugar de resolver la desigualdad, estos apoyos terminan arraigando las carencias sociales más profundas: el acceso y la permanencia escolar, que permanecen intocadas, a pesar de la beca.
Los resultados de este estudio deben encender los semáforos en rojo y ser materia de una revisión más profunda del programa de becas “Benito Juárez”. Es indispensable evaluar y auditar a fondo estos programas para evitar que se comporten como simples paliativos de la pobreza extrema, en lugar de construir capacidades que permitan romper el ciclo de la pobreza transgeneracional. Porque de eso se trata: de sembrar las bases de una movilidad social real, cimentada en trayectorias educativas completas que eleven la permanencia escolar y la escolaridad promedio.
Las respuestas tan distintas entre padres de familia y personal directivo solo hacen más evidente la disonancia cognitiva en la que están inmersos los directivos, seguramente marcada por la distancia que mantienen con los hogares de los estudiantes. A esto se suma la ceguera de los funcionarios que diseñaron el programa, quienes deberían aprender de este estudio: la pulverización aislada de recursos, sin transversalidad, sin seguimiento y sin articulación, arroja resultados pírricos. Ahí están las consecuencias: apenas un 2% de impacto en la reducción del abandono escolar, una cifra insignificante frente a la magnitud del rezago educativo nacional y de la inmensa mayoría de niñas, niños y jóvenes que no concluyen una carrera universitaria en México.
Lo grave es que, mientras se anuncian triunfalmente supuestas reducciones de la pobreza, estos estudios despiertan suspicacias fundamentadas. Habrá que esperar al próximo Censo Nacional de Población y Vivienda para tener datos más precisos, pero ya desde ahora tenemos señales de alerta que impelen a una revisión profunda y seria de la política social en la nación.
El régimen vigente acaba de dar de bruces con la demostración de lo que es ya un hecho comprobado científicamente desde hace décadas: la dispersión de recursos en transferencias directas, sin criterios específicos ni enfoques transversales, es ineficiente y de bajo impacto.
A pesar de recibir apoyos económicos, los recipiendarios siguen al filo del abandono escolar. La desesperanza de ver pasar dinero entre las manos sin poder modificar la biografía de sus hijos es desmoralizante, tanto para estudiantes como para padres. Un programa que apenas logra reducir en un 2% el abandono escolar —y eso solo en el ciclo inmediato— no es digno de llamarse política educativa de Estado. Es, más bien, una política de sobrevivencia, no de transformación.
Con los aprendizajes colectivos que se desprenden de este tipo de estudios, urge reformar profundamente las políticas de transferencias directas. No se trata de cancelar la ayuda, sino de rediseñarla con visión estratégica. Debemos construir programas articulados que ofrezcan a la población vulnerable condiciones integrales para superar las barreras históricas de la pobreza. De otra forma, seguiremos atrapados en la inercia de las acciones aisladas que jamás logran resultados sostenibles.
No podemos normalizar esta tragedia silenciosa. Cada niño que abandona la escuela por falta de recursos es un futuro truncado. Según el INEGI, en México más de 4 millones de menores trabajan; muchos de ellos lo hacen porque lo poco que entra en casa no alcanza ni para cubrir necesidades básicas.
¿De qué sirve que el Estado reparta millones en becas si estas no cambian la historia de quienes más lo necesitan? ¿De qué sirve “universalizar” la política social cuando lo que se requiere es precisión quirúrgica para que el apoyo llegue a quien de verdad lo necesita?
Si de verdad queremos que la educación sea motor de justicia social, no basta con depositar cada dos meses una cantidad simbólica. Se requieren medidas profundas y valientes, como las siguientes propuestas: aumentar el monto de las becas para que estas no solo sirvan como paliativo alimentario, sino como un verdadero instrumento para garantizar condiciones educativas dignas; integrar apoyos en especie: alimentación escolar gratuita, uniformes y útiles entregados directamente en las escuelas, para evitar que los niños deban elegir entre comer o aprender; focalización real y transparente del programa, para priorizar a los hogares en situación de pobreza extrema, en lugar de dispersar recursos en donde no son urgentes. Así también, desarrollar un acompañamiento integral: becas vinculadas con tutorías, programas contra el abandono escolar y seguimiento personalizado en comunidades marginadas y considerar a las escuelas como centros de bienestar, para convertir cada plantel en un espacio donde, además de aprender, los estudiantes tengan acceso a alimentos nutritivos, atención médica básica y orientación psicológica. Es decir, un polo de desarrollo comunitario.
No nos engañemos: mientras un niño use su beca de permanencia escolar para comer en vez de aprender, está fracasando la política pública respectiva. El hambre no debería competir con la educación, y sin embargo hoy se enfrentan en la misma mesa.
Necesitamos dejar de administrar la pobreza y empezar a erradicarla. El futuro de millones de niñas y niños no puede depender de una transferencia mínima que apenas alcanza para sobrevivir. México se juega su porvenir en las aulas, pero si esas aulas siguen vacías, lo que tendremos será una nación condenada a repetir el ciclo de la desigualdad.
La justicia social empieza garantizando que cada estudiante tenga no solo un plato lleno, sino también un pupitre digno donde construir sus sueños, desde educación inicial hasta licenciatura.
¡Merecemos un gobierno educador!
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Doctor en ciencias del desarrollo regional y director fundador de Mexicanos Primero capítulo Michoacán, A.C.