Matrimonio y familia: Glosa al sentido común / Felipe Monroy
La búsqueda del ‘derecho al matrimonio de parejas no heterosexuales’ y la ‘defensa de los valores de la familia’ no son otra cosa que el grito desesperado de una sociedad que pierde derechos e identidad por el salvaje capitalismo que reduce a las personas en mercancías y su dignidad en privilegios
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Ciudad de México, 19 de septiembre de 2016.- Podrá sonar irreal, pero estoy convencido: tienen mucho en común quienes están a favor del ‘matrimonio igualitario’ y quienes defienden la ‘familia tradicional’. Al parecer toda esta polarización social se ha limitado a mirar al árbol y no al bosque entero.
Veamos el árbol:
Es cierto que ambos grupos se han golpeado de la manera más baja y ruin posible. Por un lado, es imperdonable que la demanda por procurar garantías a las personas y a las familias se hayan utilizado tácticas de falsa información y alarmismo, apelando al pánico reaccionario y a escenarios apocalípticos sin fundamento alguno. Y, por el otro, es desconsolador el escuchar ataques que van de la sorna al insulto o rabiosas demandas al Estado para que, ejerciendo toda su potestad, pisotee a un grupo de ciudadanos que desean alzar su voz frente a políticas públicas que a su juicio consideran lesivas.
Mentir es pura maldad, el alarmismo insulta la inteligencia, la socarronería sólo se autosatisface y, finalmente, negar auténticos derechos al prójimo denunciándolo ante el Estado es mezquindad. Aquí comienzan las coincidencias: tanto grupos pro-familia como grupos pro-matrimonio igualitario han utilizado todos estos recursos para denostar a quienes no piensan como ellos.
Ahora bien, aunque ambos lados del debate han cometido errores, resulta más preocupante la alimentación del encono, la radicalización de posturas y las campañas (principalmente mediáticas) que intentan demostrar lo irreconciliable de la situación. ¿De qué se nutren estas campañas? ¿Por qué se tensa un debate hasta polarizarlo en confrontación social? Parece que se nos obligara a mirar sólo el árbol y no el bosque, un reduccionismo que por desgracia fomenta la división y genera discordia entre personas que, aunque no parezca, comparten mucho más de lo que disienten sus posiciones ideológicas.
Por ello, veamos el bosque:
¿Por qué estoy convencido de que podrían coincidir quienes desean las mejores condiciones para el desarrollo de las familias y quienes luchan por que los derechos satisfagan sin discriminar la dignidad que cada persona merece? Porque comparten el mismo contexto socio-cultural, los mismos parámetros de realidad y el honesto deseo por que las cosas mejoren para todos; pero, sobre todo, porque todos somos rehenes del mismo modelo económico que pulveriza el sentido de persona y lo reemplaza por categorías de utilidad, mercado y ganancia.
Los escritores de ciencia-ficción del siglo XXI suelen decir que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo (de este capitalismo) y tienen toda la razón. Todos los condicionamientos sociales, culturales y hasta familiares de este siglo pasan por el tamiz del modelo de mercado: quienes no se someten a los estándares económicos son descartables, sujetos desechables, despojos de persona. Hemos llegado a un punto en que la sociedad y sus culturas ordenan sus categorías de valores desde una perspectiva de conveniencia, cálculo, poder, supervivencia y ganancia.
Aunque desprestigiadas y vapuleadas, el matrimonio y la familia son de las últimas instituciones que, más allá del utilitarismo económico, respaldan a las personas frente a los retos del mundo y el tiempo. Lo hacen con principios de libertad, de ética, moral, gratuidad, servicio, sacrificio, participación y complementariedad.
El matrimonio siempre ha sido una manera de enfrentar los desafíos de la incertidumbre mediante la alianza de dones y bienes, un contrato que define y defiende los caminos de la pareja en su existencia y su trascendencia, una institución que salvaguarda la identidad individual al mismo tiempo que vela por los frutos de la complementariedad de dicha alianza. Lo que va construyéndose en ese camino es lo que conocemos como familia. Familia, así a secas, sin idealismos; porque no todo lo deseable es realizable ni sólo lo deseable es positivo.
Sólo desde esta perspectiva es comprensible por qué los grupos pro-familia están a favor de defender todo aquello que garantiza la prevalencia de estas instituciones frente a una cultura que mercantiliza (o en el mejor caso, banaliza) los bienes, beneficios y derechos de los matrimonios y sus familias. Pero el escenario también ayuda a comprender por qué las personas que, por tradición, no cubren los requisitos biológicos, antropológicos o culturales históricamente necesarios para aplicar al contrato matrimonial deseen garantizar los derechos que esta institución provee a los contrayentes y a los intereses de su compromiso.
La búsqueda del ‘derecho al matrimonio de parejas no heterosexuales’ y la ‘defensa de los valores de la familia’ no son otra cosa que el grito desesperado de una sociedad que pierde derechos e identidad por el salvaje capitalismo que reduce a las personas en mercancías y su dignidad en privilegios.
Eso es lo que está en juego. Eso es lo que personajes como el papa Francisco o José Mujica (aunque no coincidan en varias cosas) han venido criticando sobre el contexto. Un contexto que fomenta y premia el individualismo, la segregación y la autocomplacencia, una cultura que reemplaza la antropología del ser humano por ‘realidades’ sintéticas o forzadas.
A pesar de todo, existe una opción de sentido común: la ruta solidaria y humanitaria, la que se mira con honestidad frente al espejo, la que valora con criterios de justicia y trascendencia, la que dialoga desde el respeto y la generosidad, la que privilegia el perdón y reconciliación; la que propone, la que es creativa, la que mira en el horizonte de nuestros retos el triunfo de la belleza, la dignidad, la imaginación, la capacidad de amar, la necesidad por aprender a amar. @monroyfelipe