Sociedad civil y transición política / Teresa Da Cunha Lopes
En el debate político actual (y Michoacán no es una excepción) asistimos a la constante referencia a la sociedad civil, que apela a su presencia, a su fuerza y a la necesidad de reorganizarse como elementos clave en la preservación del orden democrático en las relaciones sociales y políticas
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Morelia, Michoacán, 30 de junio de 2014.- En el debate político actual (y Michoacán no es una excepción) asistimos a la constante referencia a la sociedad civil, que apela a su presencia, a su fuerza y a la necesidad de reorganizarse como elementos clave en la preservación del orden democrático en las relaciones sociales y políticas.
La sociedad civil se ha convertido en la “solución mágica” de las diversas narrativas ideológicas, frente a la fragmentación política, al estancamiento económico y a la erosión de las instituciones.
Sin embargo, frente a este colectivo uso y abuso del término, conviene aclarar que la sociedad civil no es, ni se presenta, como la negación absoluta del estado (de naturaleza) sino como una rectificación frente a lo que podríamos llamar una “sociabilidad” imperfecta. Como lo afirmaba Keane, existe una solidaridad social de carácter social que puede ser observada en diversos contextos. Es esta solidaridad social que encontramos “naturalmente” la que explica por qué la sociedad civil no es la negación, sino la rectificación de las imperfecciones de la condición “natural” del hombre presentes en la sociedad.
Así, la sociedad civil sólo puede existir cuando existe Estado. Estado, que siempre es dotado de un poder soberano limitado, divisible y resistible. Esta determinación que debemos a Locke, ha sido perfectamente enunciado por el constitucionalista español Peces-Barba que expresa en su obra, “derecho y Derechos fundamentales” que el fin de la sociedad civil es “la defensa de la libertad natural, convertida por la existencia del poder soberano en libertad civil, y, en ese sentido aparece ya la idea de que esa libertad civil es un límite al poder”.
Es a partir de esta idea, que Hegel identificó, tal como lo afirma Riedel (ver cita) la virtud clave de la vida política occidental como siendo: “ la de haber sido capaz de desarrollar estados que dejaban un espacio libre a sus ciudadanos para perseguir sus intereses, así como para administrar e interpretar la ley a su manera y practicar sin molestias sus costumbres, sin intervención despótica”(Riedel). Esta sociedad civil de que habla Hegel, se presenta en el siglo XIX como parte del “sistema de la atomística”, pero únicamente en su estrato inferior, el del sistema de las necesidades.
Sin embargo, verificamos que hoy en día, tal como lo refiere Bobbio, la esfera de la sociedad civil se prolonga más allá del puro sistema de necesidades, ya que contiene no sólo lo económico, sino también lo social y las instituciones que administran el bienestar y la ley civil.
Hoy, sabemos, también que el concepto de “Sociedad civil” no es unívoco. Su organización descansa en los acuerdos entre grupos de individuos al margen del control del estado, haciendo hincapié en su capacidad de autoorganización. Sin embargo, las relaciones entre estado y sociedad civil son complejas (cada vez más complejas). Para unos, la existencia de un Estado débil es una condición esencial del desarrollo de sociedades fuertes; para otros, la fortaleza de la sociedad depende de un Estado sólido.
Lo que no niegan ambas interpretaciones es que la sociedad exige una autoridad pública capaz de imponer el marco legal general para el desarrollo de las actividades individuales. Por lo tanto, la defensa de la ampliación de la sociedad civil no implica la propuesta de una sociedad sin Estado, lo que cuestiona es el modelo de Estado.
O sea, cuando el Estado muestra su limitación e impotencia hasta el punto de no poder garantizar los más elementales derechos, resulta perfectamente comprensible que el ciudadano se retire a la pasividad de vida privada, que procure satisfacer por sí mismo lo que en la sociedad civil no encuentra y lo que el Estado tampoco le proporciona. En esta idea se encuentra, al menos en parte, la explicación al preocupante y complejo proceso de radicalización al que nos está tocando asistir, tanto a nivel mundial como a nivel local. Radicalización que obscurece el papel fundamental de la sociedad civil en las transiciones y que al mismo tiempo no explica la extraordinaria imbricación y conexiones, en diversos niveles entre los grupos de interés, las élites políticas y la sociedad civil.
Transiciones que pueden clasificarse en función de si son protagonizadas por las élites políticas o si, por el contrario, son los ciudadanos o una sociedad civil más o menos estructurada, quienes, a través de su organización en distintos tipos de movimientos sociales y grupos de presión, llevan la iniciativa de la transformaciones que, finalmente, conducirán al país por la senda democrática.
En este sentido, hay dos corrientes intelectuales. Una de ellas insiste en el papel desempeñado por los movimientos sociales. Los autores de la corriente contraria afirman, sin embargo, que los actores más importantes de estos procesos de cambio son las élites políticas.
En un lugar intermedio dentro de esta polémica se encuentran otros autores que sostienen que tan importante resulta analizar las decisiones de las élites políticas como las acciones desplegadas por los movimientos populares. Ambos actores, élites y masas, se influyen mutuamente y no es posible explicar, por ejemplo, lo que ocurre en la transición michoacana que se arrastra desde el 2000 y que acaba de pasar por otro episodio dilatorio, sin tener en cuenta los movimientos tanto “desde abajo” como “desde arriba”.
Para el lector que siempre busca profundizar su conocimiento más allá de un breve artículo de periódico, una guía mínima de lecturas puede captar la arqueología del concepto desde su nacimiento en 1776, en Edimburgo, en la obra de Adam Ferguson “Ensayo sobre la historia de la sociedad civil”, a través de una evolución teórica, que nos lleva desde Ferguson, Adam Smith a Gramsci y a Lukcás, pasando obligatoriamente por Hegel y por interpretaciones contemporáneas realizadas por Bobbio, Aranguren, Solari, Lefebvre y Riedel .